sábado, 18 de mayo de 2024 00:15h.

Autor: Aquilino Vicente // Ilustraciones: Dámaso Selles // Maquetación: Pablo A. Vicente Rojas

Gritos Silenciados

El tiempo pasa y deja en el olvido a profesiones y oficios, que allá por los años cincuenta – sesenta, ya del siglo pasado, tuvieron gran importancia y en la actualidad son desconocidos para las nuevas generaciones, para los que vivimos aquellos años van quedando en el recuerdo y cayendo en el olvido.
Pero esos “Gritos en el Silencio” o “Gritos Silenciados” forman parte del Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad y son protegidos desde octubre de 2011, por el aprobado Plan Nacional de Salvaguarda del PCI, son ya muchas las personas y asociaciones que, conscientes de su importancia, trabajan para salvaguardar un montón de actividades culturales y populares. Yo quiero aportar mi granito de arena y traer a la memoria algunos de aquellos “Gritos Silenciados”, a los que mi amigo y compañero Dámaso Sellés ha ilustrado de forma magistral.

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Todas las voces silenciadas

En mi pueblo natal, Santiago de Alcántara, desde donde estoy escribiendo este artículo, eran muy conocidos sus pregoneros, el tío Ramón y Epifanio, el primero con mayor torrente de voz, por lo que daba el mayor número de pregones, los dos prestaban un servicio muy importante al pueblo como Pregoneros.

Pregonero

El pregón era el anuncio, a viva voz, de los acontecimientos que se querían hacer públicos al pueblo para su información, así como para dar difusión de los acuerdos de carácter general y urgente del ayuntamiento, de asuntos comerciales particulares y circunstanciales, perdidas de objetos, animales… El pregonero con trompetilla o sin ella, como era el caso de Santiago, recorría las calles del pueblo y en las encrucijadas o de trecho en trecho, echaba su pregón:
“Hago saber… de parte del Sr. Alcalde, que se va a cobrar los arbitrios municipales, los días…” o aquel otro: “Hago saber, que en la plaza se ha instalado un baratillo de ropa, zapatos y cacharros a buen precio…” Para las pérdidas: “Hago saber, que se ha perdido una llave, en la calle Santo Domingo… Se gratificará…”. El pregón de carácter comercial o particular había que pagarlo, y según el recorrido, costaría de tres a cinco pesetas.

Monaguillo

Otro anuncio público era el que hacían los Monaguillos, en Semana Santa, acompañados de su matraca, a partir de los “ Oficios” del Jueves Santo, dejaban de tocarse las campanas y eran éstos, acompañados de los muchachinos del pueblo, también con sus matracas y “ranos” los que recorrían las calles haciendo sonar sus ruidosas matracas y al grito de : “Primer toqueee… para los oficios…” “Segundo toqueee… para la procesión…” Así de este modo se avisaba a los parroquianos de los servicios litúrgicos hasta el Domingo de Resurrección, en el que de nuevo volvía el protagonismo a campanas, esquilón y campanillas… Lo recuerdo con nostalgia, pues fui protagonista de ello durante muchos años y aún recuerdo las “ampollas”, en las manos, que nos producía la hojalata que protegía la empuñadura de la matraca grande.

Afilador

Gritos silenciados… el de aquellos profesionales como el Afilador. Se escuchaba el característico toque de su chiflo e inmediatamente después: “ El afilaooo… se afilan cuchillos, tijeras, navajas …” El buen hombre, el señó Esteban, con chambra, gorra y paso cansino empujaba su carrito y cuando le reclamaban, con hábil maniobra transformaba su carrito en máquina de afilar o reparar cualquier instrumento cortante que se le ofreciera. Una vez efectuada la operación, hacía una prueba sobre papel o trapo, para dar fe de su profesionalidad. Se hospedaba en la posá y una vez terminado su servicio en el pueblo, cargaba sobre su burrito la maquinaría desmontada y compensada sobre la albarda y a otro pueblo.

Ajero y Tripero

Dos personajes, cobraban importancia en la época de las matanzas, otoño e invierno, el Ajero y el Tripero. El primero portaba, sobre su hombro izquierdo, un buen número de ristras de ajos, los ajos que iba pregonando : “Ajooos castaños… ajooos… A los buenooos ajooos de Aceuchal… Ajoos castañoos, ajos…” A su llamada las mujeres acudían y le compraban las ristras que creían necesitar para sus matanzas. Él, buen conocedor del oficio, aconseja a las compradoras de los ajos que iban a necesitar, dependiendo del número de cochinos y las arrobas de éstos.
El Tripero, también llevaba sus mazos de tripa sobre su hombro izquierdo y una banasta de mimbre, en el brazo derecho, con cartuchos de pimentón y especias, su grito: “La tripa vacaa… , la tripa vacaaa… El pimentón de la Vera…”. Ya conocido del vecindario, las mujeres confiaban en él, aunque se vieran de año en año, adquirían los mazos que estimaban necesitar y le recriminaban que la del año pasado se rompía mucho o tenía bastantes nudos. Él, se justificaba, echando la culpa a la temperatura del agua y que la que traía este año era de excelente calidad y anchura adecuada.

Tío de la Piedra Lipe

También en otoño, en época de sementera, aparecía el vendedor de sulfato de cobre, el Tío de la piedra lipe, y al grito de : “La piedra lipe… la piedra lipee…”, que transportaba en un saco y la iba vendiendo al peso, lo que hacía con su vieja romana y el comprador, en este caso, eran los hombres o las mujeres por encargo del marido. El sulfato de cobre o piedra lipe, se desleía en agua y por la noche se subía a la troje, se apartaban las fanegas de grano que se iban a sembrar al día siguiente y se iban rociando del líquido con una escoba vieja, al tiempo que se iba volteando la simiente para que toda ella quedase regada. Se envasaba en costales y quedaba lista para ser sembrada al día siguiente.

El Pescadero

A la puerta del Bar del Vilano, un día a la semana, llegaba el Pescadero, que instalaba su puesto con cajas de pescado vacías y sobre éstas, las que portaban su mercancía, la tabla de cortar con sus afiladas cuchillas y tijeras, la balanza para pesar… Se colocaba su blanco mandil , el gorrito y… “ Ha llegado el pescaooo… Al sable, la pescadilla, la raya… La sardina fresquísimaaa … La almeja… la pijotaaa…” “Vaaamos mujeres, vamoooos… al pescado…” Aquel hombre no se cansaba nunca de pregonar su mercancía, con un torrente de voz envidiable, venían de Valencia y era competencia directa de las revendedoras locales que lo traían los lunes. En aquellos años no había frigoríficos, ni cámaras de congelación, el hielo y la sal era la forma de conservar el pescado.

El Latero

Personaje imprescindible de aquella época, en la que no se tiraba nada y todo se aprovechaba, era el Latero, lañaó, aparecía con su hornilla, soldador, su caja de herramientas y material: “Al laterooo… lañaooo…, se arreglan ollas, cantaras, baños, sartenes, orzas, platosoos, paraguaaas…” Y el lañador de forma mágica daba nueva vida a aquellos cacharros, ya dados por muertos, tras su rotura. A pesar de la precariedad de las condiciones en las que desarrollaba su oficio, que buenos resultados
obtenían. Lo mismo te estañaba una olla, vaso, plato o azafate, que recomponía con cevicas un plato antiguo, orza o baño de barro, reparaba paraguas. Te fabricaba un vaso con un bote de leche condensada o un pito (silbato) de latón para los niños. En plena calle, en el corral de la casa… con su ya mencionada hornilla, soldador, estaño, yunque, martillo, tijera y latón…

El Chatarrero

 

Grandes artesanos. “ Cántaros, barriles y ollaaas…”. Éste era el grito del Cacharrero, arriero que tirando del cabestro, ricamente engalanado, de sus burros por
el ronzal, recorría las calles santiagueñas. Los burros cargados con sus angarillas, formadas por dos grandes banastas de mimbre y en ellas, entre paja, los cacharros : cántaros, barriles, ollas, botijos, baños albeldriados… y algún que otro cacharrino de adorno… “Cántaros, barriles y ollaaas…, de Arroyo de la Luz o de Salvatierra de los Barros, estos artesanos recorrían toda Extremadura, de norte a sur, transportando su delicada mercancía. En aquella precaria economía solían cambiar algún cacharro por trapos o chatarra, recuerdo al tío Aniceto. Solían llevar algarrobas que los muchachos le comprábamos por unas perras gordas o chicas, o a cambio de chatarra.

Siguiendo en el mundo de los arrieros y a principio de la primavera aparecían los Vendedores de cal y su grito era: “Cal blancaaa…, barro blancooo…” Tras de ellos sus mulos cargados con costales o sacos de cal, con paso cansino, por el peso de la mercancía. La cal la vendían al peso, en sus pequeñas romanas, por pocas pesetas el kilo. La cal tenía que ser apagada, en la olla de la cal, en todas las casas había una. Una vez fría servía para blanquear las paredes y fachadas de las casas. Para las cocinas, corrales y dependencias menores se utilizaba el barro blanco, de menor coste.

El Melonero

Con la llegada del verano, aparecían en nuestros pueblos los Meloneros y sus puestos de melones y sandías: “ Melones, meloneees… melones de Villaconejooo…” “ Sandías riquísimaaas… pruébela señora…” Y el melonero te hacía una cata en el melón o la sandía y te la daba a probar, antes de comprarla. El por qué de Villaconejos, porque en esta localidad madrileña llevan cultivándolos, desde hace muchísimo tiempo y son famosos desde hace siglos, hay constancia del siglo XVI. De Villaconejos o no, era el reclamo del melonero para la venta de aquellos melones de piel de sapo o amarillos. Me impresionaban, de niño, aquellos montones de melones o sandías en la plaza, y cómo los iban apilando uno a uno, el del camión o carro los lanzaba y el melonero los recogía con sus dos manos y depositaba en el montón. Siempre había un melón o sandía abiertos, para apreciar por dentro, la calidad del producto. También se vendían al peso, en una vieja romana, y el vendedor con hábil maniobra hacía que el pilón corriera hacia el fiel con rapidez, para hacer ver que era generoso en el peso. Él, sentado junto al puesto esperaba a las compradoras, no había horario, la siesta y la noche las pasaba, sobre un jergón de paja, arropado con una raída manta, en la acera.

El Heladero

Y ya, en pleno verano, no podía faltar el Heladero : “Al rico heladooo mantecadooo… de vainilla, de limón, mantecado…”. Liebrino, vestido de blanco, empujando su carrito de ruedas de madera y toldillo, que con su sombra preservaba el grado de congelación de los helados, iba despertando a la gente de la siesta con el traqueteo del aro metálico de las ruedas sobre las empedradas calles. Las mujeres, los niños salían aún soñolientos a la puerta para adquirir el sabroso y refrescante helado. El carrito transportaba dos heladeras, aisladas por corchos y tapadas por dos relucientes cucuruchos metálicos. Te preguntaba tu preferencia y el tipo de helado que querías, de cucurucho o de vainillas. Si elegías el primero, con la mano izquierda lo cogía y con la derecha la paleta que introducía en el cremoso producto y con dos o tres hábiles movimientos rellenaba el cucurucho. Si era de vainilla o barquillo utilizaba un artilugio en el que introducía una de las galletas, bajaba el muelle con el dedo pulgar, llenaba el recipiente del helado elegido, ponía otra galleta sobre el mismo y con su dedo pulgar e índice lo retiraba y entregaba. A veces tenías que
apresurarte en tomarlo si querías degustarlo hasta el final. La fabricación de los helados era muy laboriosa, las barras de hielo había que traerlas desde Valencia de Alcántara, entre paja; trocearlas con un martillo, introducir los trozos en una trituradora manual y hacer convenientemente las mezclas para obtener el producto final que se introducía en las heladeras de madera convenientemente aisladas por el corcho y refrigeradas por trozos de hielo.

Podíamos seguir con alguna profesión más pero ya el artículo, con los descritos, tiene bastante extensión.

 

Autor: Aquilino Vicente //  Ilustraciones: Dámaso Selles  //   Maquetación: Pablo A. Vicente Rojas